Uno se encuentra enfrente de ese hermoso paquetito al que ha estado esperando con ansias durante nueve meses y no puedes más que quedarte embobado, babeando de gusto ante tan perfecto espectáculo. Y claro, entre palmadas de aprobación de familiares y amigos y la sonrisa cansada y seráfica de la guerrera madre, uno no tiene idea todavía de que ese pequeño ser, de aparente inocencia, es justamente el epicentro de un cataclismo que arrasará con tu estilo de vida. Pero no solo cambiará tus hábitos, horarios y entorno inmediato sino que modificará tu propia naturaleza. He aquí algunas de las transformaciones que los nóveles padres verán aparecer luego de la llegada del inocente Cronopio.
En primer lugar, eliminará por completo todo sentimiento de inmortalidad que pueda quedarle a uno como rezago de su juventud. Tic tac, tic tac, la edad del pequeño vástago irá marcando la tuya con mucha mayor contundencia que las velitas que se van acumulando en tu torta cumpleañera. Pero el reconocimiento de la propia mortalidad se expresa de otras muchas maneras. Si antes te tomabas unos tragos de más en una fiesta y luego te subías a tu carro y ponías piloto automático o esperabas que la máquina, como caballo viejo, encontrara por sí sola el camino hacia la querencia, ahora el temor de dejar desamparado a tu hijo te obligará a caminar unas cuadras en busca de un taxi, (seguridad vial mucho más efectiva que cualquier redada policial o amenaza judicial). Si antes no tenías ni siquiera un seguro de salud porque tu organismo respondía con una asombrosa capacidad de recuperación a todo el maltrato al que lo tenías acostumbrado, ahora pagarás feliz y puntual tus cuotas mensuales del seguro. Pero esto no basta, puesto que el miedo de dejar en el desamparo a tu hijita y a su hermosa madre es mucho más grande, así que correrás a comprarte un seguro de vida. Y es que, en mi caso, Lucía, que es así como se llama el encantador punto de inflexión de mi vida, me confirmó con apenas una rotunda sonrisa que el mundo no dejará de existir cuando yo me muera.
Otra transformación que llegará tarde o temprano es la aparición de sentimientos negativos como el recelo y la venganza. Pero no me malinterpreten, déjenme explicarme con una anécdota que supongo debe ser muy común. Cuando lanzamos a Lucía a su etapa escolar con apenas un año y tres meses, avituallada con biberón y pañal de repuesto, tuvo la mala suerte de encontrarse en su primera socialización con un compañerito con un grave problema de incontinencia mordedora. La primera vez que llegó a casa tatuada con la placa dental del susodicho y grandes lagrimones como perlas cristalinas adornándole el rostro, sentimos que se había cometido un crimen de lesa humanidad. La segunda vez que vimos que había sido atacada pensamos cómo era posible que las profesoras del nido no hubieran confinado al “solitario” al pequeño caníbal, lanzándole tal vez un muñeco para que royera sus ímpetus dentales. A la tercera, cargados de indignación, nos dispusimos a hacer cuestión de estado en el nido, pero llegamos tarde, solo encontramos un grupo de aterrorizadas profesoras. La abuela nos había ganado por puesta de mano, quien, como “azote de Dios”, había defendido con fiereza la integridad de su querida nieta. Bien por la abuela, que para eso están, para defender y malcriar a sus nietos con helados antes del almuerzo.
Pero ser padre también te hace mejor persona, o por lo menos haces el intento. Es bien conocido que uno tiende a reproducir en sus hijos el tipo de educación que ha recibido de sus padres. Réplica que muchas veces no solo incorpora los aspectos positivos sino también los negativos, todo fluye inconscientemente. Si antes los padres de la vieja guardia tenían como recurso el chicote y el palmazo ahora uno ya no se traga eso de que la letra y el cariño con sangre entra. No es que haya recibido una educación de mis padres de la que pueda quejarme, muy por el contrario, he tenido una maravillosa infancia llena de amor, pero el cariño por tu hijo te vuelve exigente y tomas conciencia de que todo en este mundo es perfectible, (menos los poemas de Vallejo), y que, en consecuencia, puedes brindarle a tu retoño una educación más pulida, más precisa en el amor, es decir, un amor con puntería.
Ser padre incrementa tus dotes de pitonizo, te proyectas en el futuro y te conviertes en un experto evaluador de múltiples variables y escenarios, y entonces vez con preocupación a tu linda hija de diez y ocho años, por la que has trabajado tanto y con tanto esmero, zambullirse en una relación con cualquier galifardo que la haga sufrir. Te preguntas entonces qué se puede hacer para afinar en tu niña ese instinto del amor que le permita olfatear con precisión quién puede hacerla feliz y quien no. Sabes por experiencia propia que cuando sea mayorcita cualquier concejo del tipo “ese chico no te conviene”, no solo no tendrá ningún efecto práctico sino que obtendrás justamente el contrario. Pero no se preocupen, una buena vacuna contra las relaciones patológicas es que soltemos a nuestros hijos al mundo con la certeza incuestionable de saberse bien queridos. Claro está que, si además pueden educar con el ejemplo y ofrecerles a sus hijos un ambiente familiar donde la relación entre los padres se maneje con respeto y cariño, entonces, pueden dormir tranquilos.
Por último, y como para el final siempre se deja la mejor parte, ser padre te hace más feliz. Puedes volver a jugar canicas, volar cometas, pasear en patines, tener la justificación perfecta para ver Bob Esponja y comprarte todos esos cuentos que nunca pudiste tener. Broma aparte, tener a Lucía me ha confirmado que puedo querer más y mejor, a ella, a mi esposa, a mi familia y a mi perro, porque el amor, felizmente, no se rige bajo los preceptos de la economía, el amor no es ni escaso ni limitado.
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